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«Creo en el inmenso poder de transformación de todo individuo»

La experiencia de María Noel Morales, de los Andes y el Everest al trabajo en la cárcel

Lejos de los grandes estadios, el deporte también ofrece historias que cambian vidas hasta llevarlas mucho más allá de lo esperado. Un día, María Noel Morales dejó el sedentarismo para llegar tan lejos como el Everest y cruzar corriendo parte de los Andes.

«Los grandes desafíos y la adversidad son maestros para mí. Si me encuentro ante una situación incierta siento que tengo herramientas para enfrentarla, y muchas de esas herramientas las desarrollé gracias al deporte» comenta hoy. «Me motiva aprender, aprender de otros, del mundo y de mi misma, y todo lo que me exija ampliar mis límites mentales, físicos o emocionales, eso para mí es el aprendizaje que luego intento volcar en los demás a través de mi trabajo». Todo tiene una explicación, ella cuenta y reflexiona en este relato en primera persona:


Tengo 51 años y empecé a hacer deporte hace cinco. Además tenía 25 años de fumadora. Nunca se me pasó por la cabeza correr, pero estaba transitando una etapa difícil, había fallecido mi madre, había dejado un trabajo de años y necesitaba hacer algo para sentirme mejor. Vi una foto de una de mis mejores amigas corriendo por los Andes y fue automático, supe que algún día lo iba a hacer. Así descubrí el «trail running, o carreras de aventura». Ella me llevó con su profesora, y así empezó todo, gracias a ellas que confiaron. Pilar Rama, mi profesora desde ese momento, me hizo correr mis primeros 20 metros. Fui aumentando las distancias y a los cinco meses hacía mi primera carrera de 21 km. Seguí por otras más desafiantes en Argentina como Perito Moreno, y un raíd de tres días en Salta, todo con el objetivo de irme preparando para el Cruce de los Andes. Nunca imaginé que el deporte me abriría la puerta a otro tipo de vida.

El Cruce de los Andes es una experiencia única. Durante tres días corrés o caminás entre seis y ocho horas diarias, entre volcanes, montañas, lagos y nieve. Se duerme en campamentos con las comodidades básicas. Corren unas 4.000 personas de 20 o 25 países, una vez por año, generalmente en diciembre. De nuestro grupo, Actitud Rambla, fuimos 14 personas, y de Uruguay creo que unas 200. El entrenamiento previo es de por lo menos seis meses, si uno ya tiene experiencia. Nosotras salimos a correr del Hotel Sofitel tres veces por semana, y a veces cuatro. Si bien tiene orden de llegada como cualquier carrera, hay tiempos límite que hay que cumplir. Nunca corro con el objetivo de ganar, no miro el reloj, mi meta es llegar y sobre todo disfrutar. En el Cruce se suele decir que el primer día corrés con los pies, el segundo con la cabeza y el tercero con el corazón. Cuando estás en el medio de la montaña sabés que llegaste ahí por tus propios pies y que también salir de ahí corre por tu propia cuenta. Si bien no es una carrera de supervivencia, las dificultades te obligan a desarrollar mecanismos para avanzar, superar el cansancio, el frío, y posiblemente alguna lesión. Constantemente estás fuera de tu zona de confort, desarrollando tolerancia, y aprendiendo a motivarte y disfrutar de lo que tenés a mano, valorás lo más simple y básico.

Hay algo que no suelo contar. Cuando me preparaba para el Cruce me encontraron un tumor maligno vinculado al páncreas, me faltaban cuatro meses para ir a los Andes, y la misma noche de haberme enterado del diagnóstico supe que quería seguir entrenando. Al otro día me levanté y fui a entrenar y estoy segura que eso hizo una gran diferencia en mis resultados médicos. Quizás la claridad de ese momento fue seguir haciendo lo que me hacia feliz, correr con gente que quiero. Refugiarme en el deporte ayudó a que mi familia, mi entorno y yo viviéramos esa etapa sin dramas ni desolación. Traté de tener médicos deportistas que me entendieran, y así juntos logramos que tratamiento y deporte fueran compatibles. Me operaron y dos meses después con la autorización médica recién firmada volé a Chile para el ansiado Cruce. Mis condiciones físicas no eran las mejores, pero mi estado emocional y mental era insuperable. Pude hacer el Cruce completo, disfrutando cada paso, agradeciendo a la vida por tanto, por todo ¡Disfrutando el simple e increíble hecho de estar viva! Ahora estoy bajo control.

Muy poca gente se enteró de lo que estaba pasando. Me di cuenta que los demás tenían más miedo que yo. Miedo a la enfermedad, miedo a la muerte. Y yo tenía claro que podía superar mis miedos, pero no podía cargar con la mochila de miedos ajenos. Una vez más, elegí segura- mente un camino diferente, propio, incierto pero confortable para mí y mi gente. Aceptar lo que no podía cambiar, y buscarle la vuelta a lo que sí podía cambiar, mi actitud fue clave, porque uno se retroalimenta de su propia actitud, y es espejo también para los demás.

El Everest fue la experiencia más desafiante hasta ahora. Mucho más que los Andes, porque me entrené por más tiempo y hay que mantener esa motivación. El viaje además implicaba alejarme un mes de mi familia, en plena pandemia. Todo era desconocido, así que el primer gran paso fue animarme y después de subir al avión los desafíos fueron diarios. En abril de este año partí hacia Katmandú para hacer un trekking de 17 días por el valle sagrado Sherpa. El viaje comienza tomando un avioncito que baja en Lukla, el aeropuerto más peligroso del mundo, con una pista de 500 metros que termina contra la montaña. Arrancamos a 2.600 metros de altura, haciendo un camino de montaña durante seis, ocho horas diarias. Se duerme en las casitas de los sherpas, hasta llegar al campamento base del Everest a 5.340 metros. También hicimos la cima del Kala Patthar a unos 5.600 metros. Con seis uruguayos nos conocimos en el aeropuerto de Carrasco y arrancamos rumbo a Nepal a encontrarnos con los organizadores del viaje, Martín Olascoaga, uruguayo, y Pamela Formas, chilena, una pareja joven que maneja la agencia Destino Oriente. A horas de conocernos en Katmandú, con ellos y el equipo local de sherpas, nos transformamos en una familia de montaña. La experiencia es de una riqueza difícil de explicar con palabras. Hubo momentos difíciles, de mucho cansancio, pero siempre me sentí feliz, es algo que nos pasó a todos. Sin importar lo duro que hubiese sido el día, de noche terminábamos cantando y bailando con los locales.

La adversidad es un gran aprendizaje para conocernos a nosotros mismos y a los demás. Cuanto más vulnerables estamos, mayor es la posibilidad de transformación. Cuando nos encontramos frente a una realidad incierta, y ya hemos aprendido a sortear dificultades, empezamos a entender que tenemos la capacidad para enfrentar lo que venga. Se desarrolla auto- confianza al superar tus límites, se aprende a superar frustraciones porque no siempre ‘querer es poder’. Son cosas que todos tenemos el potencial de desarrollar. Y aunque pueda parecer que no tiene relación, el trabajo que realizo tiene mucho que ver con el deporte.

Mi trabajo me exige apertura mental, flexibilidad, confianza y cierta valentía. Me exige dar lo mejor de mí, y aceptar que hay cosas que no puedo cambiar sin desmotivarme. Cuánto más seguridad tengo en mi misma, siento que puedo ayudar mejor a otros a transitar un camino de transformación positiva, un trabajo que tomo con enorme responsabilidad. Ser inquieta, quizás transgresora, no tener miedo al cambio, soñar con un mundo mejor y confiar en que algo puedo hacer para lograrlo. Por eso trabajo en proyectos diversos. Con Jóvenes Fuertes doy talleres de psicología positiva en las formativas de Peñarol, colaboro en talleres de comunicación en la Escuela de Policía, y trabajo en la cárcel de mujeres. Si bien siem- pre me involucré en trabajo social, hubo una situación de violencia que vivió mi hermano, que me dejó muy asustada y empecé a pensar como víctima. No me gusto sentirme asi, y elegí ser protagonista del cambio volcando mis conocimientos, mi formación es en marketing y comunicación y mi experiencia en crear algo que generara cambios positivos en la sociedad.

PlanVe por segundas oportunidades para mujeres privadas de libertad. Pasé quizás un año golpeando puertas, hasta que la jueza penal Julia Staricco, una persona excepcional, le vio potencial. Ella me acercó al INR y a la Unidad 5, y también me vinculó con la Universidad de Montevideo. Logramos un plan de trabajo integral que va desde la transformación personal, a la formación para el trabajo, desarrollo de negocios inclusivos y al trabajo colaborativo de todos los sectores de la sociedad en la solución de una problemática que nos toca a todos. El trabajo en la cárcel nos transforma a todos. Aprendés de la naturaleza humana, aprendés de la gratitud, del valor de una mirada apreciativa, a no juzgar sin antes escuchar. Cuando comenzás a escuchar las historias de esas mujeres te das cuenta que la mayoría aún no tuvo ni siquiera una primera oportunidad. Y si estás del lado de los que pueden hacer algo no podés salir de ahí y quedarte cruzado de brazos. Hoy dirijo una empresa de formación de agentes de cambio y programas de transformación social Creemos.uy, que fundamos con una amiga.

Necesito vivir rodeada de naturaleza. Vivimos en esta zona de barrios desde el 2000. Nos mudamos a una casa antigua que reciclamos. Cuando vinimos había pocas construcciones, tipo campo, sin rejas. Si bien se nos hacía complicado vivir acá, porque tanto mi marido como yo trabajábamos lejos, nos ganó el lugar, la tranquilidad. Yo estaba embarazada y queríamos criar a nuestros hijos en un entorno seguro, donde pudieran jugar tranquilos y que tuvieran mucho contacto con la naturaleza. Nuestros hijos, Victoria y Santiago, nacieron luego que nos mudamos. Crecieron en forma espectacular aquí. Hubo épocas en que venían 20 niños a jugar a casa, se armaban campeonatos de futbol entre todos los niños del barrio. Luego la zona empezó a poblarse pero igual tenemos nuestro espacio. No nos imagino viviendo en un lugar con ruidos de autos y cemento. Vivir lejos tiene sus inconvenientes de logística, pero el beneficio siempre ha sido mucho mayor que las dificultades.

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